domingo, 17 de marzo de 2013

Cocinaba para ella...


Empezó temprano. Siempre lo hacía. Había algo de placentero en el comienzo del ritual, en la compra de los ingredientes. En las primeras preparaciones. Y más cuando se trataba de elegir el pescado.
Recordaba al vendedor que pasaba en bicicleta por la casa de Punta Cantera, cerca del Faro de Punta Mogotes, que sus padres habían alquilado cuando tenía dos años. La foto en blanco y negro de su madre embarazada de su hermana, delante de una de las ventanas de ese chalet, con barrotes de hierro que sabía verdes, le permitía situar con precisión su recuerdo, que incluía a su abuela francesa comprando una anchoa.
El pez, gigantesco en su memoria, había sido preparado al horno, con manteca, limón, perejil y ajo.
Con su otra abuela, su abuela judía, íba al Mercado del Progreso a comprar pescado de río. Allí estaban, encimados en el mostrador los surubíes, patíes, bogas y dorados.
La pescadería a la que fué esa mañana era, por supuesto, distinta. Limpia, azulejada y casi sin olor, parecía más bien un sanatorio privado. 
Allí compró dos rodajas de un pez cuyo aspecto jamás le había gustado. El salmón de mar, que de salmón sólo tiene el nombre mal puesto, con sus labios gruesos y su cara de estúpido traía a su memoria, siempre, aquel restaurant de la calle Corrientes al que la habían llevado alguna vez y donde la decoración de la vidriera consistía, precisamente, en uno de esos falsos salmones, inerte y monstruoso. Pero esas rodajas eran , sin duda, la mejor alternativa. El pez espada sólo podía conseguirse congelado y las trillas enteras darían mucho trabajo en el momento de comerlas.
La preparación que había decidido obligaba, además, a una puesta en escena anticipada.
Todo debía estar listo por lo menos unas cuatro horas antes de que, finalmente, la fuente fuera introducida en el horno calentado de antemano y puesto, en ese momento, en una temperatura media.
Nada había de complicado en esa receta que había aprendido de la dueña de un pequeño restaurant, de Palermo hollywood: Aceite de oliva en la asadera, las rodajas de pez espada (o el falso salmón marino), secadas con papel absorbente y saladas apoyadas allí, y sobre ellas tomate, aceitunas negras, alcaparras, hojas de albahaca, y vino blanco.
Nunca estaba segura del vino que debía utilizar, aunque había comprobado que los que mejor funcionaban no eran los más finos, y mucho menos si se trataba de varietales. Ni el excesivo perfume del Chardonay ni ese dejo a pis de gato del Sauvignon Blanc sentaban en absoluto a su plato.
Una paloma se paró frente a la ventana de la cocina en el momento en que acababa de acomodar todo en la fuente, la cubría con una bolsa de plástico y la colocaba en la heladera. El sol comenzaba a enrojecer la porción de cielo que aparecía y desaparecía en los perfiles de las casas de departamentos ya en contraluz. Faltaba todavía para la cena. Cocinaba, como siempre, para ella.
Tampoco esa noche sabía si vendría. 


   Besotes a todas!!!  
          
          

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